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Y fuimos a Ravenholm

Es difícil hablar de Half-Life 2 sin repetirse una y otra vez. Resulta complicado comentar las obras maestras. Sin embargo, tras el reciente lanzamiento de Half-Life Alyx y el impacto casi meteórico que ha producido en el sector VR, creo que es bueno echar la vista atrás.

Echar la vista atrás para mí es en este caso remontarse a 2004. Alguno se sorprenderá. Está claro que Half-Life fue el precursor en 1998, sentó esa base narrativa sin narrarnos nada, acostumbró al jugador a fijarse en todos los detalles, y marcó un camino a seguir en términos de ritmo. Fue Half-Life 2 sin embargo, unos 6 años después, el título que para mí lo cambió todo.



Era una época que recuerdo con mucho cariño. Yo estaba acabando la universidad. En lo que respecta al sector videojuegos, estábamos empezando a descubrir la escena competitiva que ahora se conoce como eSports. John Carmack aún partía la pana en ID Software y prometía deslumbrarnos con DOOM 3. Un estudio llamado Crytek, desconocido por aquel entonces, nos rompería los esquemas en cuanto a escala con Far Cry.  Por último, aunque pasó al principio algo desapercibido, una maravilla jugable llamada Painkiller -de los chicos de People can Fly- nos descubría un mundo nuevo de físicas aplicadas como mecánica, permitiéndonos clavar -literalmente- a nuestros enemigos en la pared con esa irrepetible arma que fue el lanzador de estacas. 

En este escenario, y volviendo la vista a Valve, la compañía de Gabe Newell estaba a punto de publicar un juego que sin comerlo ni beberlo haría que todo lo anterior pasase a un segundo plano, y por el camino iba a utilizar como plataforma de lanzamiento una cosa un poco rara que nos costó entender. STEAM.

Y nos fuimos en tren a Ciudad 17

Bastaron pocos segundos para entender que asistíamos a algo grande. Habían pasado varios años y el ejército Combine estaba por todas partes.  La opresión se podía sentir de forma casi física. Tras el control, comenzamos a deambular por los pasillos, y nos dimos cuenta de que esa narrativa sin narración había trascendido. El mundo estaba vivo. Las caras, los gestos, cada rincón donde poner nuestra vista nos dejaba una imagen marcada en la retina. Continuamos absortos por la belleza miserable de Ciudad 17, y de repente, casi de forma fortuita, nos caímos encima de una caja. Y la caja se rompió. 

Esto nos descolocó un poco, pero bueno, aunque no era la norma, no era el primer ítem destructible que veíamos en un juego. La duda sin embargo empezaba a asomar ¿Era un script o se había roto la caja debido al peso del personaje? El juego no tardaba mucho en dejar claro que había sido por lo segundo, pero se deleitaba haciéndonos sufrir un poco más. 

Half-Life 2 no descubría aún todas sus cartas. Nos daba una palanca, la mítica palanca, y nos dejaba empezar a romper cosas. Nada que no hubiéramos hecho antes, sólo que se sentía mejor; aunque no teníamos muy claro aun porqué. En ese momento nos fijábamos en que no solo podíamos romper, también podíamos coger. Se nos permitía manipular el entorno. Resulta que las cajas se podían poner unas encima de otras. Bueno, nos decíamos, tampoco nos vengamos arriba, al fin y al cabo bloques ha habido desde los tiempos del Tetris.

En un momento dado le pegamos un tiro a un barril. Y el barril explotaba. Y los objetos alrededor salían disparados, y los enemigos volaban debido a la onda expansiva. Pero es que además lo hacían de una manera orgánica. ¿Tendría el cuerpo implementado un sistema de físicas realista? Bueno, estaba claro que la ejecución era sobresaliente; pero como hemos dicho antes, Painkiller ya nos había ofrecido algo similar varios meses antes. Con este pensamiento nos recobrábamos un poco.

Entonces llegamos al primer puzzle. 

Para nuestra sorpresa no se trataba de encontrar una llave, ni de acertar con el orden de ciertas palancas. El puzzle consistía en pura, simple y sofisticada física. Aquí ya empezamos a ser plenamente conscientes de lo que teníamos entre manos, y asimilamos muy rápido las posibilidades que esto ofrecía. Comenzamos a pensar como lo haríamos en la vida real. Soltamos lastre para que algo flotara, usamos aire para elevar estructuras, y de pronto nos pareció que el resto de juegos habían envejecido. De repente ya no se trataba solo de gráficos. Se trataba de inmersión, inmersión como jamás habíamos experimentado.

A estas alturas de juego ya estábamos totalmente en el bote; sabíamos que Valve había dado en el centro de la diana. Ellos también lo sabían, por eso Half-Life 2 se permitía dedicar una buena hora y media a desafiarnos con esta nueva forma de plantear los escenarios. Nos abría el campo y nos sacaba al exterior. Nos daba incluso una lancha. Nos planteaba retos cada vez mayores con estructuras cada vez más complejas. Pero nosotros ya estábamos dentro. Es como si hubiéramos tomado la pastilla roja. Ya habíamos interiorizado la física como parte del juego. Todo fluía.

En ese momento, casi como si el juego quisiera reafirmarse así mismo como una obra maestra en todos sus apartados, un cambio de ritmo nos llevaba a conocer al resto del plantel de personajes. Y nos presentaron a Alyx. Sí, Alyx. La misma que 15 años más tarde rompería otra vez todos nuestros esquemas; pero volvamos a 2004.

Con Alyx Vance nos enteramos de muchas cosas. Algunas no nos las contó; pero no hacía falta. Ya no vamos a Ravenholm nos dijo. El pasaje estaba cerrado. Algo muy turbio debía estar pasando allí. Bueno pensamos, no pasa nada, un poco de calma nos vendrá bien, además esto es un shooter. 

Poco a poco Alyx nos fue cayendo bien, y el juego le eligió para mostrarnos la que a la postre sería la herramienta más importante de nuestra aventura. El Manipulador de Campos de Energía Cero. El arma antigravedad. Pero Alyx no se contentó con entregárnosla. Se encargó de que supiéramos usarla. Además lo hizo como lo haría un amigo, alguien que se preocupa por nosotros. Y nos presentó a su robot mascota. El bicho era tan salado que a los 5 segundos ya le habíamos cogido cariño. Porque esto es Half-Life, aquí hasta los tutoriales tienen carisma. 

Con el chucho robot pasamos un rato inolvidable. Le tiramos cosas, nos las devolvió, casi nos dio pena que el momento acabara. Todo era tan natural, las piezas encajaban tan bien entre sí que hubiéramos deseado quedarnos allí con ellos. Vivir con Alyx y el chuchillo. Sonaba bien.

Pero Valve estaba en estado de gracia. No se conformaba con que Half-Life 2 fuera el mejor shooter que habíamos jugado, querían más. Así que en un rápido giro de los acontecimientos todo se desmoronó a nuestro alrededor. Ya no había escenarios abiertos, estábamos en un túnel, no había salida. Bueno había una. ¿Pero no era este el túnel que llegaba a…? Mierda.

Y fuimos a Ravenholm. Y en Ravenholm pasaron muchas cosas -una de ellas que Valve nos regaló el mejor Survival Horror de su generación- Sin hacer ruido. Porque esto es Half-Life.

El camino continuó después, con situaciones vibrantes, con momentos de incertidumbre y cambios de ritmo magistrales. La física era parte de todo. Jamás la suma de tantas partes excepcionales había dado lugar a un todo tan magnífico. 

Y fuimos en coche por un mundo devastado, y nos detuvimos cuando fue necesario. Y entramos en una prisión. Y conocimos a las hormigas, luego aprendimos a controlarlas -con un sistema de feromonas tan bien hecho que daba ganas de levantarse y aplaudir- y así, paso a paso, Valve iba escalando peldaños y rompiendo barrera tras barrera en un juego que no paraba de hacer historia. 

Y al final, cuando dejamos el ratón a un lado, nos dimos cuenta de que no éramos el mismo jugador que cuando empezamos. Habíamos cambiado. El mundo había cambiado. Half-Life 2 nos había hecho madurar, y lo había hecho de una manera tan sutil que parecía incluso fácil. Sencillo. Nos había dado una lección. 

Jamás la olvidaríamos. Habíamos estado en Ravenholm.

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